jueves, 28 de junio de 2012

No estás solo

Siento una gran impotencia, a mis veintiséis años, de mis manos apenas agitadas con los puños cerrados, apenas de mi boca llena de consignas, de mis fotografías, de mis imágenes. Sentado, sin moverme, conmovido. Aplaudiendo con lágrimas lo que no puedo celebrar con aplausos. Y el mundo doliendo a tumbos. Mi país doliendo a tumbos. Sus muertes doliendo a tumbos. Y su gente levantando las manos me conmueve. Me conmueve su compromiso, su dignidad, su valor, su congruencia. Me conmueve escuchar una voz, dos voces, diez voces, No estás solo. Esta solidaridad me conmueve. No estás solo. Decirlo es ofrecer la mano abierta, los brazos llenos de amistad. Decirlo es la muestra más grande de fraternidad, de empatía. No estás solo. Estoy contigo. Estamos juntos. Juntos caminamos antes, sólo juntos seguiremos caminando. El camino es un camino solidario, de pertenencia, de orgullo, es un camino comunitario, es fraterno. No estás solo. Pertenecemos. Somos los mismos, somos iguales. De igual a igual, no estás solo. Yo estoy contigo. Te ofrezco mi mano y mi voz. No estás solo. Solo, solamente, nunca nadie alcanzó nada. Solos, solamente, fuimos desaparecidos. Solos, solamente, fuimos explotados. Solos, solamente, fuimos olvidados. No estás solo. Y estamos aquí, sentados, conmovidos, sin poder hacer otra cosa que decirlo. Decirlo aquí y decirlo en todas partes. Y alcanzarle la mano a quien esté a nuestro lado. Eso podemos hacer. Sin pretensiones. No estás solo. Y la impotencia de ver pasar tanto dolor y poder solamente abrir la mano, tomar la mano, cerrar los puños, gritar al aire. Sí, solamente. Y al mismo tiempo suficientemente, solidariamente, insistentemente. No estás solo. Juntos, solamente, caminamos. Juntos, solamente juntos. No estás solo. Tu agravio es mi agravio. Tu dolor es mi dolor. Tú es yo. No estás solo. Juntos exigimos justicia. No estás solo. Pase lo que pase, no estás solo. El compromiso es un acto de amor congruente. Y esta solidaridad me conmueve. El trabajo fraterno me conmueve. El compromiso, la congruencia, la solidaridad, me conmueven. No estás solo. Juntos, no estás solo. Pase lo que pase, no estás solo.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Cinco notas a cinco siglos que bien podrían ser un día



1.

La Plaza de la Constitución resplandece bajo un sol que cae a plomo. El escenario está montado a un costado. Nosotros, y pienso quizás en nosotros, nuestros otros que somos cuando estamos juntos, atravesamos el zócalo una y dos veces para unirnos a la fila bajo el acuciante sol de mediodía. Entramos en el teatro; gradas, escenario y proscenio. Tomamos nuestros lugares y, una vez a salvo del sol, esperamos. Esperamos porque esta es una plaza pública y este un escenario trashumante, así lo ha decidido la compañía, que llevará la construcción de un lugar a otro para brindar al público obras como este drama histórico que lleva por nombre La historia de Enrique IV, Rey de Inglaterra, primera parte, escrito a fines del siglo XVI.
            Y ahora comienza, una vez que han cedido las protestas al otro lado de la plaza. Músicos, actores, contextos. Falstaff y Hal, príncipe y mendigo o viceversa. Los actores brotan de entre la gente, que es poca en la arena, de pie o cruzada de piernas. Una taberna y su posadera. Reyes e intrigas familiares, alianzas, promesas, traiciones. Marry then, sweet wag, when thou art king, let not us that are squires of the night's body be called thieves of the day's beautyNada parece repentino. Y esta obra, pero no este escenario, también cruzará el Atlántico, será actuada a orillas del Támesis por hombres y mujer de voces potentísimas que han luchado bajo el sol contra motociclistas indómitos y manifestantes airados.
            Yo pienso que esto es imposible, este teatro anclado a un costado de la plaza, observado por las campanas de la catedral, rodeado de papalotes en manos de niños y adultos conmovidos bajo un sol terrible. Esta obra que a nadie interesa salvo a actores y estudiosos, directores quizá y un puñado de gente. Este siglo tan distante de aquel otro. El más isabelino entre los isabelinos, su voz repitiéndose aquí, en esta plaza que todo lo olvidará pronto. Y habla, conmueve, comparte, arranca carcajadas, abre los ojos de quienes miran el blandir de las espadas, y gritan y se alegran. Qué tiempo es este colmado de aplausos sudorosos. Yo pienso que esto es imposible.


2.

Obstinado siempre, de pie frente a la taquilla del teatro, pedí al vendedor dos entradas. Obstinado porque nunca había asistido a la danza, y porque podría suceder que el teléfono sonara y sería mejor tener dos entradas cuando yo dijera, Este día el Ballet Preljocaj se presenta en el Teatro de la Ciudad, nunca he asistido a un espectáculo de danza, y ella respondiera, Esto es importante, debemos ir juntos.
            Yo no sé si estas cosas realmente han encontrado, en alguna ocasión, el camino para llegar a suceder. Mi ignorancia en la materia me llevó, como ya he dicho, a comprar dos entradas en la taquilla del teatro. El teléfono, con toda seguridad, no sonó. A última hora, y como era de esperarse, todo mundo estaba ya comprometido para la noche del espectáculo. Y fue entonces, en el último minuto de la última hora, esa fracción de tiempo en que las cosas saben resolverse sólo por arte de magia, que una voz al otro lado de la pantalla respondió bondadosamente.
            Llegamos temprano, nos encontramos en un café y conversamos. ¡No tuvimos reparo al hablar! Bocajarro, bocapiedra, bocalanzallamas, bocaincendio. ¡La bondadosa voz al otro lado de la pantalla era bondadosa por hablar conmigo con palabras libres!
            Al sonar la hora entramos al teatro. Las luces se apagaron. Una mujer en agonía dio a luz a una criatura, y la criatura, en un arrebato de fantasía, se transformó en una hermosa flor. La flor, a su vez, dio paso a la más bella Blancanieves que los hermanos Grimm jamás imaginaron; alta, mujer, blanca, asiática, transparente. La historia siguió, como se sabe, a través de bosques, palacios y minas. Un corazón y una manzana. Cuerpos en movimiento, aun cuerpos sin vida, en movimiento. Qué fuerza sabe dar vida a los cuerpos sin vida. Qué promesas guarda la silenciosa danza de los amantes. Yo no tuve valor para preguntarlo en voz alta. Nagisa Shirai sonreía, sonreía también la bondadosa voz, sonreíamos todos nosotros.


3.

En lo alto, dice Andrés, el buen candidato, cuando describe la cúpula de poderosos hombres que, en la práctica, llevan las riendas de este país. En lo alto, dice con soltura, sabiendo que es importante decirlo en medio de este debate, aun si se trata de una metáfora que nada dice por sí misma, suelta, echada al aire como una piedrecita de formas bellas, pero con dirección lanzada. Y es cierto que hay una altura, también llamada con otros nombres bloque, grupo, estado, concentración de las relaciones de explotación y dominio. Importa, porque aquí hay dos minutos para llamar la atención sobre un conflicto que daría páginas largas para ser expuesto. Por eso la metáfora importa. En lo alto.
            También hay un tiempo distinto al que marcan las manecillas de los relojes, un tiempo que se agolpa, se tensiona y se distiende socialmente, momentos que pueden condensar años de la misma manera en que una metáfora puede condensar un largo argumento. Importa trazar la línea que separa, divide como todas las líneas, como las fronteras, y uno puede encontrar bemoles, matices aquí y allá, pero debe escoger su lugar a algún lado si la línea está trazada. Y esto es importante decirlo. Por eso lo dice Andrés, aun si por decirlo deja de decir, quizá, otras palabras, que para eso habrá tiempo y buenos y críticos papeles preparados por hombres críticos y buenos.
            En lo alto, dice Andrés, el buen candidato, mientras dibuja pausadamente la línea. Y acusa, porque es deber acusar cuando la verdad está siendo oculta, aun si al acusar hace falta hablar con palabras duras y hablar con metáforas poderosas, con sorna, decididamente, irrevocablemente, intransigentemente. Hablar sencillamente como ser humano, con voz de hombre, hablar con convicción mientras se apunta hacia arriba, hacia lo alto.


4.

La amistad de Emilia es la más leal de las amistades. Por eso vamos juntos a la ópera La mujer sin sombra, de Richard Strauss, con libreto de Hugo von Hofmannsthal, que es un bello monumento a la perseverancia, la del público, que tendrá su recompensa, al igual que la de Barak, en la obra. Apurados tomamos algo antes de entrar al teatro. Una vez dentro lanzamos una rápida mirada al foso de la orquesta mientras los músicos se preparan y ocupamos nuestros asientos en una sala vacía a la mitad.
            Hay un halcón rojo y un emperador, una mujer que fue una gacela y un talismán perdido. Un plazo a cumplir, un reino más allá del nuestro. A cada intermedio hay gente que va dejando la sala. Dos amantes se buscan, arrepentidos. Un encuentro de tesituras que llevan la palabra al aire, dándole cuerpo y rostro. Al terminar la función, el público arroja aplausos y vivas calurosos a los cantantes, a los músicos, a los coros y a los directores. Nosotros también aplaudimos, aunque inexpertos. 
            La mujer sin sombra se estrenó el 10 de octubre de 1919 en Viena, el mismo año en que asesinaron a Emiliano Zapata y a Rosa Luxemburgo, el mismo año en que nacieron Doris Lessing y Chavela Vargas; tardó casi cien años en representarse en la Ciudad de México. Yo estuve ahí, acompañado por Emilia, la más leal de las amistades.

5.


Yo soy un autor de teatro de texto, respondió Wajdi Mouawad en alguna entrevista. Un autor de palabras escritas para ser representadas. Hace poco, en el Teatro Benito Juárez de la Ciudad de México asistí a la presentación de Bosques, con inmejorable compañía.
            La obra narra el recorrido de Lobo en busca de sus orígenes. Ocho mujeres, sus promesas, sus amores y su dolor, atraviesan el siglo veinte y derraman sobre el escenario historias de luz y calor humano. Un alma con dolor de muelas, verdades que no pueden ser dichas si no son reveladas. Un teatro que habla de lo humano, lleno de virtud, bello, un teatro que habla al corazón del público, un teatro de temas tan antiguos como el teatro mismo, temas perennes a pesar de las circunstancias y, al mismo tiempo, un teatro comprometido con su época. En un pequeño e íntimo escenario los actores atraviesan un laberinto de historias. La identidad de los personajes es forjada con sus promesas. Uno sólo puede ser cuando llega a ser uno mismo, y esa certeza, la de ser uno mismo, la de tener una historia, un compromiso, una razón, es la certeza por la que luchan los personajes de esta obra, solidarios algunos, llenos de arrepentimiento otros, o de ira, capaces de gestos de amor y de odio, para todos ellos estas palabras de agradecimiento.

Wajdi Mouawad nació en Líbano en 1968. A los diez años partió con su familia rumbo a Francia y cinco años después llegó a Canadá, país cuya nacionalidad adoptó y donde cursó estudios de teatro. Bosques (2006) forma parte de su tetralogía La sangre de las promesas, que conforman Litoral (1999), Incendios (2003) y Cielos (2009). En México, diversas obras del autor han sido llevadas al escenario gracias al dedicado empeño de la compañía Tapioca Inn.

viernes, 20 de abril de 2012

La época que compartimos

Hace algún tiempo tuve la idea de regalar, a una querida amiga, una de aquellas viejas fotografías que aún conservo de la época que compartimos hace muchos años. Aunque ahora no puedo recordar con exactitud sobre qué temas giraban nuestras conversaciones, estoy convencido de que ellas dieron forma a mi tardía adolescencia, de ahí que mi recuerdo de esa época haya quedado asociado a los ratos que pasábamos juntos y que, a pesar del tiempo y sus contradicciones, haya conservado, para mí, un cariño infantil y una preocupación latente por ella.

La idea me había parecido buena, a secas. En la fotografía ella aparece mirando a la cámara —que yo sostenía— mientras una mujer de mayor edad la mira a ella. Por su relación con la segunda mujer, sabía que aquella fotografía debía alegrarla a pesar de la distancia que ahora las separaba. Decidido a llevar a cabo la idea tuve que esperar varias semanas antes de volver a encontrarla en una de esas reuniones en las que, ocasionalmente y por tratarse de amistades comunes, coincidimos. Aunque recurrentes, estos encuentros no son, desde hace mucho tiempo, encuentros donde la familiaridad brille por encima de incómodos silencios y una forma de resentimiento mal entendido. De allí había nacido la idea. Quería, a través de la fotografía, hablar con ella, decirle que, a pesar de todo, conservaba, como ya he dicho, ese cariño infantil que el tiempo y las circunstancias no habían borrado. La fotografía era una manera de acercarme a ella sin romper el acuerdo tácito al que habíamos llegado hace tiempo de tratarnos como dos desconocidos que especulan amargamente sobre los defectos del otro, por decir lo menos.

Como era lógico, que me presentara frente a ella con la fotografía debía detonar el razonamiento que llegase a la conclusión de que yo, en algún momento, había recordado aquella época, había, por consiguiente, pensado en el tiempo que compartimos, había recordado la fotografía y había, estúpida o brillantemente, decidido entregársela como una muestra de afecto. Tan impecable era la lógica de este razonamiento que, como era de esperarse, el que yo me presentara frente a ella con la fotografía produjo un resultado enteramente opuesto. Sin decir apenas nada dejé la fotografía en sus manos y me retiré a mi asiento. Pocos segundos después la fotografía comenzó a circular alrededor de la mesa. ¡Nadie parecía percatarse del perfecto razonamiento lógico ni de lo que la fotografía realmente decía o quería realmente decir! Consciente del peligro que implicaba que cualquiera de los allí presentes cayera de pronto en cuenta del perfecto razonamiento fui, poco a poco, hundiéndome en mi lugar hasta desaparecer bajo un terrible estado de malestar general.

Cuando la exhibición hubo terminado todos volvieron a sus conversaciones, a sus cigarrillos, a sus comidas y bebidas. Por el resto de ha noche no crucé palabra con ella. Al despedirnos hubo un intercambio de frases incómodas, cortas y mal elaboradas. Había llevado a cabo mi idea, el acuerdo había quedado intacto. Bastaba con que la fotografía hubiera dicho lo que yo no podía, aun si nadie lo había escuchado.

jueves, 19 de abril de 2012

Habría que decir cada vez menos



Habría que decir cada vez menos,
cada vez un poco menos de las cosas.
Extraviar las palabras que usamos
para contar los días o medir 
la dureza de las piedras. 
Borrar las matemáticas, 
la guerra. Olvidar las proporciones
de la alquimia. Absolver
la transparencia del aire, las corrientes
sempiternas de los mares.
Habría que decir cada vez menos
para desvanecer la sombra.
Desaparecer el cuerpo
en la altura, enterrar la edad,
atravesarla de distancia.
Habría que exiliar el verbo, 
soltar la gavia del lenguaje 
en la tormenta. Decir cada vez menos 
para sofocar el eco que regresa,
regresa. Habría que decir 
cada vez menos, cada vez,
hasta que sólo quede el nombre,
y con el nombre de las cosas la voz 
desaparezca.

sábado, 31 de marzo de 2012

Como postre

Hace poco —quienes me conozcan sabrán la enorme alegría que esto me causó—, en el pequeño comedor al que religiosamente asisto desde hace tres semanas, y a falta del terrible flan que a diario allí ofrecen, la mesera decidió brindarme, al terminar la comida, un plato de jícama picada como postre.

viernes, 2 de marzo de 2012

Entonces debía estar leyendo

Los mismos minutos, las mismas estaciones. Fue entonces, en el tramo entre Álvaro Obregón e Insurgentes, o Chilpancingo, o Sonora. Leía, porque ahora leo y entonces debía estar leyendo, un libro de letras diminutas, que hablaba sobre inválidos mayores y sin esperanza. Leía las primeras páginas, lo que siempre ha sido, des`e que leo, porque ahora leo y entonces debía estar leyendo, una imagen terrible y un tanto ridícula, tomar asiento y abrir el libro en la primera página, debería tomar precauciones, la carcajada acechante de los pasajeros, abrir el libro por el comienzo, como si el tiempo aquí fuera eterno, uno de esos libros largos, interminables, que incluso bajo las mejores circunstancias dejamos a medio leer, cansada la vista, sin atrevernos a tomarlo de nuevo por temor a haber olvidado los nombres y los lugares, irremediablemente indispuestos a volver al inicio del relato. El libro hablaba sobre inválidos mayores y sin esperanza, y he visto la palabra esperanza desprenderse de la boca de alguien, como si estuviera leyéndola en la página de un libro donde pasara desapercibida, porque ahora leo y entonces debía estar leyendo, pero la palabra esperanza me recordó otra imagen y perdí la trama. Deben haber entrado en Sonora, o después, no me di cuenta porque estaba leyendo o pensando en la palabra esperanza. Ella se percató de que estaban ahí, los viejos, a paso cansado, abriéndose camino entre la puerta y los asientos. Siempre es mejor tener alguna excusa para no alzar la vista, el libro por ejemplo, la trama y yo debía estar leyendo, porque ahora leo, o pensando en la palabra esperanza porque no levanté la vista, pero ella debió verlos avanzar, tomados del brazo, ayudándose a no tropezar. Una pareja de viejos intachables, el bigote arreglado, la espalda corva, el pelo cano, las arrugas de la vieja acercándose lentamente, la sonrisa dócil, los ojos claros. Yo sentado a su lado sin darme cuenta de nada hasta verla levantarse cediéndole el lugar a la vieja. Se esfumó la trama o la palabra esperanza y tuve que cerrar el libro, porque ahora leo y entonces debía estar leyendo, y levantarme del asiento para cederle el lugar al viejo. Tomaron nuestros lugares, la vieja el lugar suyo, el viejo el lugar mío. Quedaron los dos inmóviles. Entonces la vieja boca besó la boca del viejo y mi mano, extendida, encontró su mano tibia. Quisiera decir que el libro cayó, agitando entre las páginas la palabra esperanza, porque ahora leo y entonces debía estar leyendo, el libro en mi mano, los viejos sentados, pasó un segundo y las manos se soltaron o imagino que se soltaron porque el libro seguía estando en mi mano. No miró atrás al bajar. Tomé un asiento fuera de la vista de los viejos, abrí el libro otra vez por el comienzo, porque ahora leo y entonces debía estar leyendo.

domingo, 12 de febrero de 2012

Philipinne Bausch


La carpa ha sido ya colocada, protege de la lluvia los asientos que, vacíos aún, miran expectantes la pantalla. Más allá hay asientos que no han corrido con la suerte de tener un techo, lance para quien decida esperar en la fila que nace a mitad de la calle. La pantalla cuenta también con una lona blanca, pues no es costumbre dejar a la intemperie los bienes que permiten reunir, una noche de febrero, a tanta gente aquí, con el solo fin de ver proyectada una cinta documental sobre una mujer, alemana por lo que se sabe, bailarina y coreógrafa, cuya trayectoria dejó una huella importante en el arte de la danza. Philippine Bausch, esto lo sabremos después, una vez terminada la función, el nombre de su adoptiva Wuppertal y el milagroso Shwebebahn que la atraviesa. Para saberlo hay que llegar temprano, hacer el viaje en metro hasta el centro de la ciudad, comprar las golosinas, necesarias siempre en este tipo de ocasiones, conversar, fumar un poco, soportar el frío y las presentaciones que todo evento de esta naturaleza conlleva. Finalmente uno puede tomar asiento, respirar profundo y acometer la empresa. Si en algún momento de la función, por un instante, mínimo siquiera, fracción indivisible de un segundo, el corazón falla en esta orilla del mundo que es el espacio que nos separa, si las manos tiemblan, ya no de frío, fuera de la trama, si encontramos repentinamente un temor que creíamos perdido, será la noche más clara, entonces diremos palabras simples tratando de decir lo que las manos no pueden, no será ya necesaria la pequeña felicidad que nos ha traído un arte que lleva el apelativo de contemporáneo. 

lunes, 23 de enero de 2012

Kubla Khan


Coleridge escribió de Xanadú, de una sima profunda y de la sombra, de la mujer que cantaba acerca del Monte Abora. Escribió queriendo recordar la voz del sueño. Era la voz de Kubla Khan, contestas, que había atravesado la puerta, como un pájaro que lleva una flor entre los dientes. Y observas que las aves no tienen dientes, pero no hay ave ni flor, sólo la puerta. Xanadú no aparece, ni la piel de la mujer en la arena. El sol detenido en el cielo. Se ha detenido siempre, observas, pero no puedes decir nada. El poema, la canción, la fortaleza. Nada. Ni siquiera la palabra alegría. Nada para estar cerca, nada más allá de la guerra que separa los valles y los ríos, nada más allá del miedo a abrir los ojos y estar lejos.